El mundo evocó recientemente el sesquicentenario de la Comuna de París, la primera insurrección proletaria de la historia. A 150 años de este inmenso episodio de la historia, correspondía que, quienes enarbolamos la bandera del socialismo en el mundo, reivindicáramos su mensaje y afirmáramos la esperanza que abrigó la lucha heroica de los comuneros de entonces.
La Comuna demostró que era posible derribar un sistema de dominación incompatible con la justicia y la dignidad de los pueblos; pero confirmó además que se podía abrir paso a un orden social más humano y más justo en el que el hombre fuera capaz de acabar con la opresión y la explotación. Ese fue el régimen –saludado por Carlos Marx y Federico Engels– que surgió en el París de entonces, y que alumbró el camino de todos los pueblos.
La Comuna fue un régimen popular, en una época en la que predominaba el dominio de la aristocracia; dio nacimiento a un gobierno directo y participativo, en una circunstancia en la que las camarillas tradicionales retenían en sus manos los resortes del poder; y que afirmó la primera administración democrática de la historia, en un escenario en el que las monarquías ejercían un control absoluto sobre pueblos y naciones.
Las pocas leyes que dictó la Comuna –producto de un amplio debate ciudadano– fueron disposiciones orientadas a redimir a los segmentos olvidados de la sociedad; reivindicar la capacidad de acción de los trabajadores de la ciudad y el campo; exaltar el valor del trabajo como instrumento de progreso, desarrollo y bienestar, y garantizar el liderazgo de autoridades que contaran siempre con la fiscalización y el control ciudadano.
Pero la Comuna, al mismo tiempo, reflejó el hondo y auténtico patriotismo de las masas populares. Emergió en defensa de la patria, acosada por los afanes guerreristas y expansionistas de los junkers germanos; preservó el patrimonio de Francia respetando escrupulosamente todas las expresiones de arte y la cultura europea y universal, y enarboló la bandera de la paz extendiendo la mano a todos los pueblos, en la lucha por una sociedad mejor.
Siempre resultará útil subrayar el hecho de que el gobierno de los comuneros nunca ejerció venganza contra los opresores, no castigó injustamente a nadie y no se valió del terror, ni aún contra sus enemigos. Siempre tuvo la mano tendida y abiertos los canales para el debate democrático y alturado de todas las diferencias.
La brevedad de su gestión impidió que el régimen de los comuneros avanzara más en su tarea. Pero, aun así, ella dejó una huella muy profunda, que hoy constituye aliento para millones de seres humanos en todo el planeta.
La Comuna cayó no por sus errores ni por sus limitaciones. Cayó porque no estuvo en condiciones de sobrevivir al alevoso ataque de la reacción europea que sumó fuerzas para abatir despiadadamente a su pueblo.
Pero la Comuna demostró también el odio bestial de la burguesía como clase, que ejerció la violencia más abominable contra los comuneros, cuando ellos fueron finamente vencidos. La ejecución de más de 20.000 comuneros, el encarcelamiento de muchos más, la persecución contra mujeres y niños por parte del poder restaurador del dominio oligárquico fueron apenas el pálido reflejo de la oprobiosa crueldad de la clase dominante en la Europa del siglo XIX.
Por todo ello, rendir homenaje a la Comuna, su historia y su legado, no es solo un honor para quienes lo hacemos, sino también un deber irrecusable.